Un atraganto de nostalgias en la epiglotis. El mar y su oleaje golpeando las rocas me despide todos los días. Lo eterna presencia se burla de mi porque casi nunca cargo con mi cámara. Da igual: ¿De qué me sirve guardarlas?
Pero si fotografié la lencería más triste del mundo. Ella no se burla de mí, más bien viceversa. La fotografíe con mi cámara Minolta y un rollo Fuji. La que me atendió cuando revelé el rollo era una inepta.
La mayor parte de las cosas han quedado atrás. Parece que mañana lloverá. No todo se paga, pero de algunas no te escapas.
Leí escritos viejos para inspirarme. No me movieron nada. Es como si teclear ese inmenso palabrerío fuera masticar un chicle. Releer textos que sentía buenos, palabras que sentí inteligentes, fue como observar los desechos babeantes y amasados de una goma de mascar sin sabor. Y eso está muy bien, a decir verdad.
Ya no necesito correr ni esconderme. Tampoco necesito lucirme. Simplemente me deslizo, camino por ahí y me aparezco de vez en cuando.
Como si vivir fuera fácil.