Hace poco uno de mis estudiantes me pidió permiso para entregarme sus trabajos en máquina de escribir. La petición me pareció demasiado extraña, incluso para la facultad de artes, y le pregunté el motivo. Me respondió que su computadora es demasiado lenta y no podía trabajar en ella. Entendí y se lo permití. Recibo todo por correo electrónico, pero sus trabajos son los únicos que recibo en papel.Algunos días después se le ocurrió llevar la máquina a la universidad. No vayan a pensar ustedes que era una portátil, ¡qué va! Era de escritorio y su caja parecía maleta para viaje corto. Dejemos de lado las implicaciones “hipsters” de todo esto y pensemos.
Primero, una confesión: Me gustan mucho las máquinas de escribir y las romantizo un poco. Es bastante estúpido de mi parte hacerlo, ya que no tienen prácticamente ninguna ventaja hoy en día, además, francamente nunca me tocaron. Usé esporádicamente una máquina de escribir de mi hermana cuando quería aprender mecanografía, pero nunca para nada serio. Además, pesan demasiado y sólo sirven para escribir. Una laptop, con una fracción del peso y tamaño es capaz de una infinidad de tareas. Esto, por ejemplo, lo escribo con mi laptop en una biblioteca.
En las comparaciones no salen muy bien paradas: Las máquinas de escribir generalmente son ruidosas, es difícil corregir un texto con ellas, no generan copias de lo escrito y, en nuestros tiempos, tendremos que digitalizar el texto tarde o temprano. Así que son, sin lugar a dudas, una gran pérdida de tiempo.
Esto no me quita el gusto por ellas, y tengo una por ahí, arrumbada y descompuesta. La compré en un tianguis de Caléxico, y algunas letras se traban, por lo que nunca la he podido usar realmente. Ya perdí esa esperanza, pero me he rehusado a deshacerme de ella.
Hace ya tiempo publicaba yo en este blog sobre un invento que me parecía maravilloso: La máquina de escribir digital. La ahora llamada Freewrite de la compañía Astrohaus está a la venta por 500 dólares y promete lo imposible: Funcionar exactamente como una máquina de escribir pero de forma digital. Al principio estaba interesado en una, pero el precio y las reseñas me disuadieron de ello. Las laptops siguen ganando. Mi esperanza es que algún día una empresa copie la idea y fabrique un dispositivo más barato.
Por lo pronto, aunque la imagen romántica de teclear en una máquina de escribir me parece genial, es un poco absurda en mi vida por el momento.
A lo que voy con este incoherente rollo es que aquellas almas inclinadas por el arte de la escritura tendemos a romantizar tecnologías del pasado. Como partidario de los lectores electrónicos de libros como el Kindle, me topo todavía mucho con esto.
Hay lectores que defienden con filosas garras a los libros de papel cada vez que alguien menciona (¡horror!) los libros electrónicos. Es una defensa tan apasionada que me pongo a pensar muchas veces qué piensan que se está perdiendo.
Alegan, a veces, que les encanta el “olor” de los libros. Como si éstos fueran para olerse y no para leerse. Es más, un libro no es oloroso en virtud a la magnificencia de sus letras, lo es (como dice mi novia de olfato prodigioso) gracias a bacterias y hongos que ya crecieron en él, así que el prospecto no es demasiado llamativo. Pero, bueno, si a alguien le gusta el olor de los libros, definitivamente es algo que no encontrará en un Kindle.
No soy ciego. Llevo seis años usando Kindle y estoy perfectamente consciente de sus frustrantes limitaciones. También estoy perfectamente dispuesto a admitirlas.
Para empezar, un dispositivo electrónico para leer caduca con frecuencia. Las primeras generaciones de Kindle son prácticamente inutilizables hoy en día debido a software obsoleto y nuevos formatos de libro. Yo le pisé por error la pantalla a mi Kindle viejito y tuve que comprarme una versión nueva que no tenía todas las opciones que yo quería. Amazon, en su eterna sabiduría, las quitó.
Por otra parte, hojear rápidamente un libro es una tarea exasperante en uno de estos lectores. Las pantallas son lentas y simple y sencillamente no lo permiten. Actualizaciones de software han intentado aliviar este problema, sin éxito. Uno no puede revender los libros electrónicos, no puede garabatearlos (aunque si puede subrayar y hacer notas de texto), y no puede prestarlos fácilmente. Además, uno se hace dependiente a una tecnología y plataforma de un solo fabricante: Amazon. Esto no es muy agradable tampoco, aunque ya existen alternativas libres en el mercado.
Supongo que nada le ganará a la longevidad y tangibilidad de un libro de papel, que puede ser heredado, extraviado y reencontrado, utilizado como vehículo de notas de amor y billetes, lanzado con furia o quemado con odio.
Es un fetiche que recorre nuestra literatura e imaginario. El librero repleto de libros olorosos, la biblioteca antigua con textos medievales, el librito de bolsillo con hojas amarillas y desgastadas.
Pero, si lo vemos sin romanticismos, la sociedad ya ha pasado varias veces por transiciones como ésta varias veces. La que viene a mi mente es cuando se dejaron atrás los rollos manuscritos para pasar al “codex” o códice en la edad media. Es decir, el formato de libro que usamos hasta hoy.
Una de las grandes ventajas del códice es que tiene numeración de páginas, y la facilidad de acceder a todas ellas. Sin embargo, su fabricación requería más esfuerzo y trabajo debido al diseño editorial y el encuadernamiento.
Quizá estemos en transición y tengamos qué redefinir qué significa un “libro” como objeto. Quizá por ello hay un auge de los “libros de artista”, quizá le digamos adiós a las páginas como contenedores de nuestra información.
Quizá el Kindle es solo el principio. Debo decir que veo las grandiosas ventajas de éste: Traer toda una biblioteca en tu bolsillo, exportar las notas de texto a formatos más manipulables, leer artículos largos de Internet en una pantalla cómoda, leer acostado sin batallar por el peso del libro y un largo etcétera. A pesar de las desventajas, creo que vale la pena lo suficiente.
Las ventajas no sólo son para los lectores, también para los editores y escritores, quienes nunca la tuvieron tan fácil para autoeditarse. La distribución se facilita, aunque el mercadeo se complica. ¿Será esto el inicio de un gran cambio en la industria editorial?
No lo sé, pero de la misma forma, puede que esta revolución nunca agarre vuelo. Las estadísticas dicen que las ventas de lectores electrónicos están a la baja, que los libros en este formato no son rentables y que las librerías de papel han tenido un repunte. Así que quién sabe. Quizá sea yo un aferrado que romantiza las viejas tecnologías pero no titubea en despreciarlas.