Las calles contenían grandes letreros de advertencia: “¡Peligro! Evite transitar a menos que sea ESTRICTAMENTE NECESARIO!”. Los niños sabían que saliendo de la escuela debían llegar lo más pronto posible a sus casas. Evitar acercarse a desconocidos. No curiosear. No tocar nada. Casi ni respirar: línea recta, a toda prisa._x000D_Ese día, cuando los niños salieron de la escuela de demonios, el portón se llenó de pequeños seres rojos y cornudos. Mientras en un día normal jugarían molestándose unos a otros y agitando sus colas, hoy corrían. Algunos tomados de las manos y caminando en fila india sin separarse. Los más afortunados trepando al lomo de una bestia que los llevaría a casa. Todos huyendo de la epidemia y evitando el contagio.
Tres hermanos corrían por la acera tomados de las manos. Su endurecido y rojo rostro expresaba miedo, mostraba angustia, como si la terrible enfermedad los acechara y pisara sus talones. Por suerte, vivían a unas cuadras de la escuela, así que el camino era corto. A su alrededor los demonios adultos caminaban con tapabocas y evitaban toparse con cualquier otro ser. Nadie sabía a ciencia cierta si un tapabocas evitaba el contagio, pero no se perdía nada intentándolo. No representaba demasiado esfuerzo ante la posibilidad de transformarse en algo tan horrible.
Los hermanos llegaron a casa y sus padres se encontraban consternados viendo el noticiero en la televisión. Buscaban nueva información sobre la terrible epidemia. La madre, en cuanto contempló a sus tres pequeños demonios entrar, corrió a abrazarlos.
–¡Llegaron! –exclamó batiendo sus alas con felicidad.
Los examinó atentamente para verificar que todo estuviera en orden y sonrió complacida cuando lo comprobó. El padre, de pie, también sonrió pero guardó se reservó la mayor parte de sus emociones.
La madre llamó a comer y cuando todos estaban en la mesa sucedió. El demonio más pequeño dio una palmada en la mesa. Exclamó asustado. Todos enmudecieron. El niño levantó la mano, como tomando algo del cielo. Su brazo ya no era rojo, su piel ya no era esa rugosa armadura tan resistente: ahora estaba hecha de peluche azul pastel.
Todos pegaron un salto hacia atrás de la mesa, tumbaron las sillas y dearramaron la sopa. El padre gritó a sus otros dos hijos:
–¡Niños! A su cuarto, ¡de inmediato! –mientras apuntaba con su dedo en dirección al mismo. Los pequeños demonio no lo pensaron dos veces y corrieron para resguardarse de un posible contagio.
Los padres se acercaron al niño y los tomaron, sin importarles la enfermedad. Hubieran dado su vida por evitar la transformación. No podían hacer otra cosa más que observar a la criatura retorcerse y ver cómo no solo su brazo, sino el pecho, el cuello, la cabeza, luego el abdomen y posteriormente la espalda, mutaban. Se convertían en un tierno horror afelpado.
Un simple, conmovedor, acariciable peluche vivo. Un demonio con un prometedor futuro, quien apenas empezaba su vida y educación, reducido a algo adorable: una cuadrúpedo con ojos grandes y colores vivos de tonalidad pastel. Los padres se soltaron a llorar, pues sabían que esta enfermedad era incurable e irreversible. Se abrazaron entre ellos, soltaron más lágrimas. Incluso él, quien se jactaba de ser totalmente inexpresivo.
–Tenemos que hablar al centro antiepidemias –dijo al fin, cuando recuperó el control.
–¿Es necesario? –dijo ella entre sollozos.
–Es nuestro deber, los anuncios en la calle y la televisión lo dicen. Tú lo sabes.
–Pero… –titubeó ella –tú sabes lo que le harán si se lo llevan. Lo perderemos para siempre.
Él padre no pudo evitar hacer una mueca de dolor.
–No te engañes –prosiguió–. Ya lo hemos perdido. Esto no es nuestro hijo. Ellos solo hacen su trabajo. Además, ¿quieres arriesgar a los otros dos niños? ¡No! Se lo deben llevar, es lo justo.
La madre se soltó llorando. El padre lamentó la escena. No le gustaban tan flagrantes muestras de emoción, pero lo dejó pasar dadas las circunstancias. Se alejó a la cocina. Pensó bien lo que estaba a punto de hacer. Se debatió internamente y volvió a repetirse que llamar al escuadrón era lo mejor.
Pero no pudo marcar el teléfono, pues al extender su mano para tomarlo, comprobó que su mano ya no estaba ahí. En su lugar, lo que llegó al auricular fue una pezuña de peluche azul pastel.