En una materia uno de mis estudiantes expuso sobre la Coca-Cola. Mostró un comercial de los años setenta, donde un niño le regala su botella a un jugador de fútbol americano. Él la toma, ya abierta, y se la traga completa frente a la cámara. No sólo eso, deja abierta su garganta y el turbio líquido se desliza a una velocidad alarmante hacia sus entrañas. Al final del comercial, como siempre, todo mundo está sonriente y feliz.
Yo dejé de tomar soda a los dieciocho años. Decidí dejarla después de leer sobre los peligros de consumirla y sobre los sucios manejos que hacen esas empresas transnacionales. Ya para los veinte años el cardiólogo me dijo que mi arritmia cardiaca no se beneficiaría del consumo de cafeína. Esto le puso el último clavo al ataúd de la Coca-Cola en mi vida. Con el tiempo ni siquiera se me antojaba. El sabor me desagradaba, la sentía exageradamente azucarada y cuando tomaba un trago no podía dormir en toda la noche.
Pero el comercial era tan bueno, que se me antojó probarla de nuevo.
Las cosas cambiaron desde que dejé de tomarla. Ahora hay muchas más opciones. Sin azúcar y sin cafeína. Otros tamaños. Lo que no ha cambiado es que está en todas partes. Al día siguiente de la exposición, caminaba por la calle Juárez y la noté de pronto: En cada local de comida había un refrigerador con Coca-Colas. Fue impresionante para mí esta revelación después de ser inmune a ella durante tanto tiempo.
Total que probé las opciones sin cafeína y comprendí por qué la gente las consume tanto: Te ponen en un estado de relajación semi-feliz. Te levanta el ánimo. Es una sensación dulce y efervescente que comienza en la boca y termina en la piel. Obliga a sonreír tímidamente como Charlie Brown aunque no lo quieras. Es una droga omnipresente, que de ta un empujoncito para sobrellevar la deprimente realidad.
Como muchas drogas, también te da un bajón poco tiempo después. Se te agota la energía y la felicidad, y comienzas a eructar dióxido de carbono. Pero la solución, como con muchas otras drogas, es consumir más.