A veces por las noches, sobre la pista de asfalto, me ataca la fiebre interna. El suelo es reflejante (a veces) y muestra borrones luminosos: blancos, amarillos, azules, rojos. El aire se aclara y enrarece, como respirando. Mis pensamientos se retuercen como gusanos. Se contraen como los nervios de mi mano y es imposible moverme. ¿A ustedes les sucede?
Palabras que no me pertenecen, frases trilladas que describen mi fiebre interna, tropezando con un cliché tras otro. El panorama se desdibuja y tiembla. Los puntos de luz vibran, dejan una estela zigzagueante.
Sólo a veces.
Cortando el aire con un auto blanco en la negra noche. Aterrizo en una carreta de hot-dogs con dos o tres almas solitarias. Nos observamos subrepticiamente. Sabemos que somos idénticos. La cercanía de nuestros abismos es incómoda e intento incrementarla con mis audífonos. Me atienden en la carreta, pero no escucho nada de lo que dicen.
¿Cómo llegar a tiempo si se han detenido todos los relojes?
El tiempo llega como eco. Se repite cada vez, cada vez, cada vez. Menos, menos, menos. Una oleada de endorfinas en cada célula.
Es el shock de medianoche, la felicidad de ser ingenuo.