En este martes de recuerdos, les traigo una entrada originalmente publicada el 9 de febrero de 2008. La historia de este escrito es un tanto graciosa, ya que me encontraba escribiendo un texto sobre las placas tectónicas para mi blog, cuando hubo un temblor de 5.4 grados, y salí corriendo fuera de mi casa.
Después de que pasó el susto, me dije a mi mismo: quiero ser el primero que escriba sobre esto. De manera que el texto que tenía a medio terminar, lo cambié un poco para que hablara del temblor que recién sucedió y lo publiqué ni diez minutos después del terremoto. Justo después de publicar, se sintió otra réplica. Mi idea era, de cierta forma, “apantallar” a los lectores con la aparente rapidez de escribir algo tan rápido después del suceso. He aquí el escrito:
Hace menos de diez minutos, se acaba de sentir un temblor en Baja California. Dice el National Earthquake Information Center que fue de 5.4 grados en la escala de Richter. Siendo una zona sísimica, este tipo de fenómenos no son nada extraños en la región, pero hace algún tiempo que no teníamos alguno digno de mención. Esto me ha puesto a reflexionar.
Dicen los geólogos, y otra respetable gente de la ciencia, que observando el movimiento de las placas tectónicas de la Tierra, descubiertas apenas en el siglo XX, podemos suponer que en un pasado distante (se calculan unos 1,100 millones de años), toda la llamada “tierra firme” se encontraba conglomerada en un solo sitio, en un supercontinente que ha recibido el nombre de Rodinia.
Siempre será irónico el término que utilizamos para referirnos a masas continentales en vista del conocimiento que hoy poseemos: “tierra firme”. La corteza terrestre no es más que la nata del chocolate caliente que es nuestro planeta. Todos nuestros edificios, construcciones y orgullos están deslizandose lentamente sobre una capa de material viscoso llamado “astenósfera”, situada a unos cien o doscientos kilómetros por debajo de nosotros.
Debido a este mismo deslizamiento, Rodinia se rompió en ocho partes, que siguieron desplazándose y resbalándose libremente por toda la extensión del planeta. Algunos de esos continentes primitivos quedaron cerca del ecuador, poseyendo un clima cálido. Otros navegaron a través del polo, pasando por una etapa de congelamiento de varios cientos de millones de años estériles, para salir de él tiempo después. Finalmente, se separaron tanto que volvieron a encontrarse. Recordemos que están posados en la superficie de una esfera, de manera que no hay demasiado lugares hacia dónde huir.
Así que el planeta Tierra, ya con algunos animales y plantas primitivos, se encontró de nueva cuenta con un supercontinente, al cual nuestros científicos de bata blanca nombraron Pannotia en 1997. Como siempre, este lugar no duró mucho tiempo estático, y nuevamente se rompió en pedazos que navegaban por ahí.
Ya sabemos el resto de la historia: A la deriva durante un tiempo, los trozos de tierra seca se juntaron de nueva cuenta para formar Pangea, sólo para divirse nuevamente y formar los continentes temporales que conocemos hoy en día, llamados América, Europa, Asia, África, Oceanía y Antártica. Éste último tuvo la mala suerte de estar en uno de los polos, el lugar más aburrido del mundo, pero continúa su camino de manera que en otros cuantos millones de años saldrá airoso y tendrá un clima tropical como en la mayor parte de su historia.
Lo han supuesto bien: En un futuro no muy lejano, nuestro hogar la Tierra tendrá otro supercontinente como es costumbre. Dicen los científicos que se llamará “Pangea última”, un nombre muy carente de visión si me lo preguntan. ¿Por qué “última”? Yo esperaría más ciclos como este más adelante.
Nosotros, simples y efímeros seres humanos, hemos estado ausentes de la gran mayoría de estos cambios. Nacimos en un mundo que nos parecía estático, terminado, dogmático. Comenzamos a nombrar las cosas arbitrariamente, que es el único sistema de nombramiento que poseemos. Bautizamos los lugares como si su destino fuera estar ahí por toda la eternidad. Decimos que los continente son “tierra firme” y pensamos que los ciclos de formación y destrucción de los supercontinentes tardan eternidades.
Quizá esas apreciaciones sean más un reflejo de nuestra propia medida. Las probabilidades apuntan a que nunca veremos el próximo ciclo, estaremos fuera de la faz de la Tierra mucho antes de “Pangea última”. Probablemente no haya nada inteligente para darse cuenta de que existe.
Sin embargo, creo que hemos hecho una labor satisfactoria para conocer nuestro propio planeta, el lugar donde estamos en este momento. Aunque muchas preguntas siguen ahí, abiertas, esperando que algún homínido de bata blanca quiera responderla.
¿Por qué la Tierra es el único planeta con placas tectónicas? No pueden observarse ni en Marte, ni en Venus, ni en Mercurio. Ni siquiera en nuestra hermana siamesa la Luna. ¿Quién inició el movimiento de las placas? ¿Por qué no se detienen? Sería fácil asumir que así es en todas partes, pero todo se viene abajo cuando echamos un vistazo fuera de casa.
Nuestra perspectiva cotidiana es extraordinariamente corta, pensamos en términos de años y décadas, cuando para el mecanismo astronómico un año terrestre es como un electrón girando alrededor de su núcleo. Y aunque decir esto es más que trillado, ni siquiera comprendemos la dimensión de esas palabras (que es otra frase trillada). Todo lo que pensamos eterno perecerá algún día. El centro de la Tierra se enfriará, el sol consumirá toda su materia y se expandirá hasta tragarnos, y posteriormente convertirse en un hoyo negro. Será el fin del Sistema Solar.
Creo que trato de conocer todas estas reflexiones por lo que le decía a una amiga: “Siempre estoy buscando la siguiente idea que me deprima”. Busco destrozar mi mundo, poner los pies en la Tierra y comprender mi propia insignificancia. Ni siquiera viajaré a la Luna, quedaré encerrado en este planeta que, aunque maravilloso, me sabe a poco al conocer la vastedad del universo. La estrella más cercana es inalcanzable, y el planeta más próximo un sueño de opio.
Es por eso que me gustan estas sacudidas, como la que acaba de ocurrir hace casi diez minutos. Me ayudan a situarme perfectamente en este universo, comprender mis dimensiones y deprimirme al respecto. Recuerdo estos lentos procesos de movimiento, de eterno cambio. Buenas noches, me acostaré con el nerviosismo de la expectativa de réplica, y la posibilidad de morir aplastado por mi propio techo. Antes, los dejo con la foto del astronauta que se ha alejado más de una estación espacial sin ningún tipo de cable, él quizá se dio cuenta de su tamaño en este gigantesco vacío: